Nunca llegarás a nada

Juan Benet

    Un inglés al que encontramos no recuerdo dónde, y que nos acompaño durante varios días y quizá semanas enteras de aquella desenfrenada locura ferroviaria, llegó a decir -tras muchas noches de poco dormir y en el curso de cualquier sabe qué mortecina, nocturna e interminable conversación- que no éramos sino unos pobres deterrent tratando en vano de sobrevivir. Luego dijo que no comprendía nada; preguntaba porqué seguíamos empeñados en viajar sin sentido (tal vez por eso nos seguía) y pedía que le explicáramos mejor lo que pensábamos acer, que -por favor- se lo dijéramos de una vez y claramente, porque de otra forma nos abandonaría siempre a nuestra triste suerte.

    Probablemente no le hicimos caso; no le contestamos nada, ni claro ni oscuro. A partir de una de aquellas noches se replegó en un espectacular e infantil silencio que sólo abandonaba para repetirnos -mil veces por noche- que sí, que ya sabía que había gente como nosotros, que nunca se había tropezado con ella, pero que de sobra sabía que existía; que con gente como nosotros (mezclaba un tono de fatal comprobación y un irresistible deseo de negarla) no se podía hacer nada. Me inclino a creer que durante unos días, o unas horas tan sólo, fuimos para él una especie de aturdida visión, de cuya inutilidad, de cuya falta de sentido y de apetito se resistía a convencerse. Nos dijo que era de cerca de Manchester (con la misma forzada pasión con que debía echar pestes de Manchester en el comedor familiar) y que nosotros, en cambio -nunca llegaré a saber si aquello lo añadió en forma de interrogación o seguro de sí mismo-, qué éramos sino unos pobres deterrent en vano de sobrevivir, trying to rise again. Y agregó algo con un cierto rubor que le obligaba a dirigirse al cristal, empañándolo con su aliento, volviéndonos la espalda y simulando descifrar el letrero de una estación mientras dormitábamos, algo que nunca logré ni lograré entender cabalmente. Arrastraba los días buscando una definición; empezó a mezclar las generaciones perdidas, la juventud sin ideas, el fiasco de la edad, y sin duda, hasta los años de peregrinaje. Cambiábamos de vagón, hacíamos noches sentados en las maletas en estaciones caóticas, nos desviábamos del camino; pero a la postre, cuando ya creíamos que nos habíamos separado de él, volvía a surgir rodeado de vapor, que se esfumaba para que apareciera su sonrisa infantil, sentado en el rincón del compartimento, apretándose contra el cristal y mirándome de soslayo, para repetirme, con aquella terca arrogancia, aquella mezcla de reproches inconclusos con que trataba de definir toda la maldición de un destino pasado que se negaba a darse por tal.

    Al fin logramos perderlo. Cuando decidimos permanecer en ua ciudad, más de diez días, abandonando nuestra inspiración y dedicándonos a la fruta desapareció.

    Un día comprendimos que no volvería a visitarnos; debió despertarse una mañana con una repentina energía, dispuesto a no sufrir más. Se puso la bufanda y se largó sin despedirse, borracho de manzanas, tratando de disimularse a sí mismo la expresión pueril con que tantas veces nos quiso corregir y seducir, última pólvora que gastaba en honor a una oportunidad que se resistía a dar por perdida, porque con un poco más de experiencia y sangre fría habríamos logrado aprovechar nuestra común libertad con más fantasía y menos arrogancia. Un día se levanto, cansado de seguir y se fue.

    Le echamos de menos, desgraciadamente...

 

REGRESAR A CASA